jueves, 6 de enero de 2011

Al inicio del año

Llevo rato, sentado en la silla, escuchando razonar al profesor de psicología social de la Universidad de Hanover, Harald Welzer, explicando por qué todo va siempre a peor:

Desde tiempo me preocupan dos preguntas a las que nadie me ha podido contestar: ¿Por qué hay siempre menos dinero si se ahorra cada vez más y por qué el mundo es cada vez peor a pesar del esfuerzo de todos?

Fijémonos en las Universidades: Desde hace más de treinta años se viene ahorrando ahí  de continuo, hoy una investigadora nueva apenas gana 1000 € al mes. Un profesor, que haya sido  nombrado recientemente, y que durante años ha empollado en condiciones humillantes, hoy en día gana tanto como un profesor de bachillerato y bastante menos que un especialista de la Volkswagen.

Durante este tiempo del incesante ahorro todo ha cambiado: Los edificios universitarios están más abandonados, los seminarios y cursos más saturados que nunca, los planes de estudio sobrecargados, los estudiantes estresados… Todo el mundo está de mal humor. Sólo una cosa permanece como antes: El hay que ahorrar. Curiosamente nadie se pregunta  ante un nuevo gravamen ¿para qué? El ahorro como tal se ha convertido en un procedimiento normal en el ámbito público y todo el que trabaja, administra, enseña o castiga ahí sabe que hay que ahorrar.

Ahorrar se ha convertido en  tarea de existencia, de vida o muerte, en el mundo de la sanidad,  en los organismos sociales…, ¿y dónde demonios está todo ese dinero ahorrado? En una economía privada surgiría de inmediato la sospecha de que allí hay gato encerrado, de que alguien se gasta en bebida, se esconde algún ludópata o alguien se droga…, en cualquier caso se indagaría. En la administración se decide que hay que ahorrar más y más,  y se organizan departamentos enteros con ese objetivo, con cada vez más gente que controla, evalúa, desarrolla formularios sin interrupción  e inventa factores con los cuales calcular la eficacia. El resultado una ilimitada y creciente ineficacia

Y paso a la segunda cuestión. ¿Y por que no funciona mejor? ¿Por qué todo desarrollo defectuoso se redime y se sustituye por otro peor? ¿Por qué se prolongan los tiempos de funcionamiento de las centrales nucleares, se formulan constituciones para la Unión Europea y se elige a los Oetingers y los Van Rompuys? ¿Por qué se inventan permanentemente Googles y Facebooks semejantes a la Stasi, que se les permite hacer todo lo que hace veinte años nunca se les hubiera permitido? ¿Por qué vuelan 20.000  parlamentarios y negociadores del clima a conferencias cuyo fracaso se conoce de antemano? ¿Por qué crece el absurdo crónicamente mientras todos los demás recursos decrecen y disminuyen?

No hace mucho obtuve al mismo tiempo la respuesta a todas mis preguntas y de manera contundente. Cuando al anochecer subí a un avión, el aparato como de costumbre estaba lleno de hombres con ordenadores portátiles, que los abrieron en cuanto se apagó la señal del cinturón; se iluminaron las pantallas y comenzó la faena: el rellenar ficheros excell, el responder e-mails, el escribir ofertas, el efectuar cálculos, el hacer anotaciones, el desarrollar formularios, es decir a hacer todo lo que también hacen cuando no están en un aeropuerto, cuando están en la oficina, en las salas de espera, en los cafés, en reuniones y posiblemente también en el water. El mismo tipo de gente que antes sin ordenadores portátiles y sin teléfonos móviles se sentaban en la oficina hasta las cinco o las seis y luego se marchaban a casa. De pronto lo vi claro,  aquellos tenían menos tiempo para hacer mal las cosas. Había descubierto el teorema de Welzer: lo bueno se contrae y encoge inversamente proporcional al horario de trabajo. Una catástrofe: Cada uno de estos locos trabaja ahora no sólo ocho horas para cometer equivocaciones sino 16 o más. No sólo cinco días a la semana sino siete. Estas costureras y  estos hombres del portátil, que huelen posibilidades de ahorro, que desarrollan estrategias de optimización, que mejoran la comunicación… disponen para ello del doble de tiempo que antes. Y también aquellos, que son responsables del arreglo y reparación de las catástrofes colaterales provocadas. De manera que el número de aquellos, que con todo empeño optimizan siempre todo en la dirección errónea sin duda alguna es inmensamente mayor que el de aquellos que, de vez en cuando, se paran a pensar, por lo que el tiempo empleado para cometer absurdos irá creciendo mientras  el del raciocino será cada vez más pequeño:  ya no se piensa cuando se piensa durante más tiempo.

Estaba sentado en ese avión y miré sin ninguna ilusión  a toda aquella gente que trabajaba salvajemente, con ello  iba acrecentando su ventaja segundo a segundo. De pronto sus portátiles me parecieron fusiles, sus móviles armas de fuego manuales, cada SMS me pareció una granada.

Aquí hay una guerra en marcha, un ataque destructor contra el mirar por la ventana, contra el no tener respuesta inmediata, contra el ocio, en resumen contra todo acto  inofensivo de la libertad. Los dedos de estos guerreros golpean automáticamente sobre las teclas cual hilos de marionetas, sus ojos fijos, clavados, sus órdenes se suceden sin interrupción, cada uno es vigilante, acicate y látigo para el otro. No hay poder en el mundo que los pare. De ahí todo este montón de absurdos, que crece sin parar, a eso se debe la derrota crónica del bien.
Y cuando llegan a casa estos guerreros y hay alguien allí que les pregunta: ¡Hola, cariño! ¿qué tal el día? Ellos responden: “¡Ay, ya sabes, como siempre!”


Mikel Arizaleta

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