En la mitología griega, confusa y de perfiles de ensueño, Cerbero era el perro del Hades, monstruo de tres cabezas y una serpiente como cola. Guardaba la puerta del Hades, del Averno, para que los muertos no salieran y no entraran los vivos. Permanecieran mundos estancos. Estigia era uno de los ríos infernales, que rodeaba el Hades. Límite y muga entre la tierra y la región de los muertos; y Heracles aprendió a entrar y salir del Hades cruzando el río Aqueronte en la barca de Caronte. Y aprendió también a domeñar a Cerbero.
Miguel de Cervantes Saavedra escribió una obra perruna: El Coloquio de los perros, de Berganza y Cipión en el hospital de la Resurrección de Valladolid. Cipión escucha las andanzas de Berganza: “Habla hasta que amanezca… que yo te escucharé de muy buena gana, sin impedirte sino cuando viere necesario”. Esta actitud de escucha psicoanalítica es mantenida por “Cipión” a lo largo de todo el relato, estimulando a “Berganza” a la investigación: “Antes que pases adelante, Berganza, es bien que reparamos en lo que te dijo la bruja y averigüemos si puede ser verdad la gran mentira a que das crédito”.
La vida de un perro se puede medir en amos. Y Berganza hace un recuento de los señores a los que ha servido: carniceros de Sevilla, pastores de ovejas, defraudadores como el aguacil Nicolás el Romo, el escribano, el rico mercader, el atambor, los soldados… hasta los gitanos de uña larga. Cipión contrapuntea el diálogo con Berganza con pensamientos de carácter filosófico. Dice Omar Delgado que “a través de los perros cervantinos es posible ver una estampa múltiple y colorida de la España del siglo XVI, mas no la de los palacios y los nobles, sino la de los ladinos y pícaros…, más bien su tono es de burla y sarcasmo… Tal vez la tesis más peligrosa del Coloquio cervantino de los perros fue insinuar que los sufrimientos del ser humano no provenían del diablo sino de Dios mismo, afirmación que a más de uno le hubiera mandado directo a la leña verde y a la hoguera”. En Cervantes como en Sigmund Freud la distinción entre fantasía y realidad es problema central en su obra.
“Una flor en el juzgado” lo escribió Fernando Alonso Abad desde la cárcel de Villena en el 2006 y en el 2009 Hiru lo ha hecho libro. Su afán en ese diálogo largo de preso, que es el libro, es sembrar la duda de la tortura en un juez, español, duro y leguleyo de la Audiencia Española, que ya desde joven sabe que “las zonas problemáticas son las mejores para quien pretende ascender profesionalmente con rapidez… Navarra significaba zona de guerra. País vasco… significaba que el Estado de Derecho era agredido sistemáticamente y que la Justicia española tenía un papel a desarrollar que bien podía calificarse de heroico. Me pareció el lugar ideal para iniciar mi carrera judicial desde una base firme y comprometida. Allá podría lograr en pocos años lo que fuera de aquellas cuatro conflictivas provincias nos costaría décadas. Era un joven ambicioso que quería llegar lo antes posible a lo más alto”.
En un momento de su meteórica carrera el juez Vallejo encuentra acomodo y hueco en la Audiencia Nacional de Madrid, y María Leire Uztarun, su joven esposa navarra, comenta: “Aquí en Madrid vivo en esa bendita tranquilidad de los que se consideran inmaculados, de los que no miran cuando lo que hay que ver no conviene, de los que pagan los impuestos para que otros hagan el trabajo sucio por ellos y así poder seguir manteniendo las manos blancas. Ya ni sigo lo que ocurre cada día en mi país. Lo hago para no sufrir. Si volviera a abrir los ojos, las contradicciones serían tan insalvables que no podría seguir con mi marido…”
Y un buen día el juez , con la duda mitad curiosidad mitad sospecha ya en los ojos, quiere saber qué ocurre durante los interrogatorios en el transcurso de los cinco días de incomunicación, porque si, como dice el médico forense, “era indiscutible que los detenidos no colaboraban ni lo más mínimo en los interrogatorios, sin embargo los informes policiales, que se presentaban elaborados sobre las declaraciones de los detenidos eran, en muchas ocasiones, pródigos en detalles, abundaban las delaciones e incluso las autoinculpaciones de los arrestados, dándose casos de atribuirse crímenes en los que posteriormente quedaba probado que no habían podido participar de no darse la facultad de la ubicuidad. Los detenidos no colaboran con los interrogadores y, sin embargo, todos eran presentados posteriormente ante el juez de Instrucción, sin exclusión, acompañados de su correspondiente declaración policial. Era una curiosa contradicción…”.
El libro del periodista preso-político-vasco recorre, como Caronte, el mundo de las tinieblas y cloacas convirtiendo el diálogo de perros en retrato psicoanalítico de una Audiencia Nacional, que hace tiempo dejó de lado la justicia y los derechos humanos para mirar a otro lado. También en Una flor en el juzgado la fantasía y la realidad se convierten en problema central. Un libro que merece leerse. “Y sobre la pantalla de sueños del firmamento silente proyectaron sus recuerdos”, él y ella.
Mikel Arizaleta
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